abril 19, 2012

CASO FACTORY: El rock de duelo*

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Plan Arteria

Hoy 19 de abril, 4 años de la tragedia de la Discoteca Factory. Una incidente que enlutó a varias familias, amigos y una escena que aún sigue demandando espacios seguros para conciertos, continua pidiendo justicia, tocando las puertas del Estado. Lucha que aún permanece invisibilizada, a causa de la discriminación que conlleva el vivir identidades fundadas en otros referentes, en fin, sólo por ser distintos.

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Diego Suárez, además de haber ido al concierto del pasado 19 de abril como un camarada más del movimiento gótico del Ecuador, fue con mirada aguzada para fijarse en las condiciones en las que se producen eventos musicales en la discoteca Factory, al sur de Quito. Era la primera vez que iba a ese lugar, y como entre sus ocupaciones está la organización de recitales de rock, debía prestar atención a todo. Por eso, de entrada le extrañaron las paredes de zinc, el techo decorado con telas de poliéster -que no le permitieron ver que bajo ellas la cubierta se forraba con esponja de colchón- y el cuadrilátero de metal montado en el centro del galpón.

El concierto anunciado como Ultratumba Ecuador Gótico incluía la presentación de un cd compilatorio con temas del estilo, y se iba a hacer reconocimientos a varias bandas por su trayectoria dentro de la escena. Como tributo se les iba a entregar un ataúd, tal como si dentro de la escena ska se entregara de premio un sombrerito de copa, “pero solamente con la intención simbólica de utilizar un elemento adaptable al estilo”, aclara Suárez, militante de la cultura gótica desde que la asumió como forma de vida y en correspondencia a una posición de resistencia frente a los ordenamientos sociales formalizados.

Alrededor de las 16h00 de ese sábado ya se habían presentado las bandas Empírica y Lamento. Vendimia, la tercera de seis que iban a tocar, había empezado su turno, y luego de la segunda canción, Diego Suárez decidió salir del galpón para comer algo. A los pocos minutos, a eso de las 16h30, cuando Vendimia tocaba su quinto tema y Suárez regresaba hacia el local, las vetas de fuego empezaron a asomarse por donde el techo hace vértice con las paredes de zinc. El humo renegrido cubría el entorno del galpón que se levanta junto a otras dos discotecas de estructuras endebles, Conga y Mi Tierra. Los primeros asfixiados con fortuna alcanzaban a salir por el ajustado acceso de la entrada principal. Eran quienes más lejos del escenario se encontraban. Adentro, el ring de metal que, según el Coronel Jaime Benalcázar, comandante general del Cuerpo de Bomberos de Quito, no existía cuando su entidad otorgó a Factory el permiso de funcionamiento que le corresponde dar, obstaculizaba la estampida. El programa de discoteca preparado para esa noche, una vez terminado el concierto, anunciaba junto a un duelo de deejays y a la presentación de la banda de reguetón La Trilogía, luchas femeninas en lodo. Para eso estaba ahí el ring, obstaculizando la circulación en medio de la pista.

Atrás del escenario se alistaba la banda Zelestial. Los miembros acomodaban sus ropajes victorianos y le daban una última pasada al contorno de sus ojos con el lápiz negro de punta mocha. Con cuatro años de trayectoria y un disco editado ya era uno de los grupos consagrados del movimiento. Los chicos estaban emocionados. Claudia Noboa, de 26 años, la cantante, había llamado por teléfono a su madre para contarle que esa tarde iban a recibir un homenaje por su carrera. Pero hasta ahí llegó todo. Zelestial no alcanzó a presentarse. El fuego los abrazó para siempre. Cinco de sus siete miembros murieron en el acto.

Las telas de decoración del techo habían agarrado el fuego y los colchones que se quemaban empezaron a chorrearse como en mechones de llamas. Fue ese goteo encendido el que se adhirió a las ropas negras de los asistentes mientras corrían de tumbo en tumbo entre la niebla tiznada buscando desembocar por la única vía de salida disponible. Y lo lograban de a poco. Aunque no sin que sobre su piel se impregnaran quemaduras de, al menos, primer grado. Sobre otro costado, alrededor del escenario, el asunto cobraba mayor angustia. Muchos de los aproximadamente 250 espectadores que asistieron se arrumaban sobre el sector de los baños buscando la salida de emergencia que sabían que existía por ahí. Pero al encontrarla se toparon con que estaba cerrada con candando. A los bomberos, que no habían tardado en llegar, no les quedó otra que abrir un hueco en la pared y por ahí socorrer a quienes en el hacinamiento se les fueron llenando los pulmones con hondas bocanadas de monóxido de carbono.

Según los testimonios de los sobrevivientes Daniel Calderón y Andrés Cárdenas, guitarrista y baterista de Zelestial, el fuego se inició cuando Patricio Lestat, cantante de Vendimia, ordenó a un miembro de su staff soltar las bengalas que desataron el desastre. Sobre ellos y sobre Patricia Cajo y Orlando Mena, representantes de Ensemble of Shadows, organización productora del evento, se han dirigido parte de las acusaciones, pero hasta el cierre de esta edición el paradero de los cuatro era desconocido. Además, la veeduría conformada por representantes del movimiento roquero, familiares directos de las víctimas y personeros del Municipio de Quito, ha señalado indicios contra el dueño del predio, los socios de la discoteca y el personal de seguridad asignado para esa tarde, dos de los cuales son los únicos detenidos hasta el momento.

Eslabones sueltos

El efecto del análisis inductivo se dio para el caso en desgraciados términos de referencia. A partir del hecho particular del incendio de la discoteca, el saldo de aproximadamente 40 heridos y el fallecimiento de 16 personas, se destapó la caja de pandora que puso en perspectiva la suma de errores, forzados o no, que contextualizan este evento fatal. Con ello también saltó al debate público el voluntario desdeño que algunas autoridades e instituciones públicas tienen respecto de una comunidad que de diferente tiene el hacer presencia en la sociedad con lógicas y estéticas divergentes de las políticamente correctas. Ni siquiera cuando el loco que ama, el ex presidente ecuatoriano Abdalá Bucaram, allá en el año 1996, ordenó cortar a mansalva las melenas de los rockeros que se atrevían a mostrarse con su greñas impúdicas en la vía pública, los medios le prestaron tanta atención a las culturas urbanas vinculadas a la música. Pero a partir de esta desgracia, medios, autoridades y sociedad en general enfocaron su interés en los sentidos que construyen las identidades de la causa rockera, y empezaron a poner en duda sus propios prejuicios. Así, el caso que empezó con un concierto de metal gótico llegó a instancias donde aún se mantienen en oscilación los cargos de algunas de las más altas dignidades administrativas de la ciudad.

En el proceso de revisión de los requerimientos exigidos para que un local funcione como centro de diversión, empezaron a aparecer las primeras inconsistencias. A Factory se le había caducado en diciembre de 2007 el permiso de operación otorgado por el Cuerpo de Bomberos, sin embargo, llevaba funcionando sin cuestionamientos hasta abril de 2008. Sumado a eso, el Municipio registra que Factory empezó a funcionar legalmente el año pasado, con permisos ambientales y de uso de suelo como requisitos inobjetables, pero según Wendy Patango y Manuel Andrade, vecinos del barrio, la discoteca funcionaba desde hace dos. Por otro lado, existe una serie de requerimientos que demanda la Intendencia de Policía para autorizar la organización de conciertos públicos. De entre las exigencias diferenciadas para presentaciones de bandas extranjeras o nacionales, la solicitud de presencia policial y de Defensa Civil en el lugar son obligatorias para cualquier caso, pero para el concierto de la Factory ninguna de las dos medidas había sido adoptada.

A la falta de control de estas exigencias se remiten las acusaciones que piden la renuncia y prisión del Administrador de la Zona Sur de la ciudad, Jorge Velásquez, junto a las que se suma, de parte de Macarena Valarezo, concejala del mismo Municipio y presidenta del Directorio del Cuerpo de Bomberos, el pedido de renuncia al jefe de esa institución, pero al respecto el titular sindicado ha expresado que dejará la disponibilidad de su cargo a consideración del Alcalde. Este mismo personero y su vicealcaldesa también han sido acusados, particularmente por representantes de la organización cultural Al sur del cielo, para quienes la responsabilidad del cabildo radica en la marginación del espacio público oficial que padecen las agrupaciones juveniles, en la falta de apoyo para el desarrollo de sus manifestaciones culturales y en la negación de permisos para realizar eventos por aquello de los estigmas con que mira la institucionalidad al mundo del rock, tratamiento discriminatorio que en consecuencia les obliga a replegarse a reductos con condiciones de elevada inseguridad.

Para Rubén Barros, músico de la banda Total Death y promotor de conciertos de gran aforo (The Doors, Deep Purple), la irresponsabilidad de los promotores al actuar en el límite de lo reglamentado no puede ser justificado bajo los argumentos de la exclusión que viven los rockeros. El que se juega al margen de la ley es responsable por lo que hace, es un asunto de sentido común, afirma. Pero a la vez es consciente de que para un promotor pequeño es imposible enfrentarse a toda la maraña de papeleo, burocracia, corrupción y altos costos por concepto de impuestos -para el Municipio y otras instituciones- que implica la organización de un concierto, por lo que es corriente que se evadan las exigencias oficiales y, como parte de la misma cultura del rock subterráneo, el movimiento haya tenido que acostumbrarse forzosamente a jugárselas con un pie en el riesgo.

Texto y Fotos por: Santiago Rosero  / www.laselecta.org

* Texto publicado en la revista Rolling Stone Latinoamérica, en mayo de 2008.

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