Rock en Seine

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Fotos y Texto: Santiago Rosero

– París, 2013

Viernes 23 de agosto. Son las últimas horas del verano, las chicas siguen vistiendo ligero y hacia las siete de la tarde en el parque Saint Cloud, en las afueras de París, hay unas 30 mil personas enfiestadas -con cordura-. El lugar fue concebido en el siglo XVII por el paisajista de Luis XIV y está clasificado como monumento histórico por la belleza de su vegetación, quizás por eso la fiesta mantiene una compostura soberana.

En el escenario principal, Tame Impala está en la mitad de su show. Hay mil capas de sonidos etéreos condensadas en la única canción que puedo escuchar. El sonido, nítido, alcanza como para un estadio. La introducción, que parece no acabará nunca, salta de pronto a un traqueteo dance y, entre el público, lo que era un mausoleo contemplativo se convierte en una pista de baile. Los comentarios dirán más tarde que a los muchachos les queda bien la etiqueta de nuevos prodigios de la psicodelia.

Hay que moverse, en la tarima llamada La Cascade, Alt-J está por empezar. Para llegar allí hay que atravesar 500 metros de puestos de cerveza, kioskos de comidas del mundo, jardines de descanso, salas de atracciones: un campamento vacacional para hipsters.

RES05A las 19h45 aparece el grupo, manos arriba el teclista para formar con índice y pulgar el triángulo de su logo. El concierto empieza como el disco, con los tres primeros temas: Intro, Interlude y Tessellate. El público, compuesto mayoritariamente por jóvenes que apenas superan los veinte años, desata el entusiasmo desde el primer acorde, pero el entusiasmo se estanca hacia el quinto tema porque a pesar de no haber continuado con el orden del disco –el haberlo hecho hubiera condenado el concierto al sopor-, el sonido permanece tan limpio y calculado como si saliera de un reproductor. Las armonías vocales son perfectas; la batería, sin un solo platillo, lleva el beat con la caja y alterna con una campana y una pandereta. Los dos toms suenan enormes, el bombo se siente en el estómago. Todo bien, salvo que si no fuera porque el teclista ensaya para el público un par de frases en francés y porque el bajista, con su copete casi albino y sus estirones culebreros, recuerda a un Thom Yorke juvenil, aquello parecería un concierto de cámara.

En vivo se esperan versiones distintas, arreglos variados, medleys, remixes, aullidos, pero los ingleses, a pesar de que ellos también apenas superan los veinte, se esfuerzan por mantenerse austeros. Pero el público aguanta, el público no exige. Y por ahí no faltará la bandera de México. Montado en los hombros de otro, el güey sacude su tricolor intentando sacarle una sonrisa al cantante, pero éste, adusto y ensimismado, ganado unos años con su barba colorada de dos meses, ni lo regresa a ver y sigue, eso sí, templado con su magnífica voz constipada. Alt-J toca perfecto, pero la perfección le anula el feeling.

En el escenario principal, desde las 20h45, cuando la noche ha caído y las luces ya son escenografía, está Franz Ferdinand. Han revivido. Sus riffs pueden sonar gastados, pero suenan duro. Una hora y veinte minutos de concierto, hit tras hit, alargando los finales para alargar el deleite. Si Joe Newman, el pelirrojo inglés cantante de Alt-J se mantuvo en su burbuja, el pelirrojo escocés de Franz Ferdinand juega al borde de la demagogia. This is fire, Take me out, The dark of the matinée y más éxitos, uno tras otro en un popurrí sin cortes, sirven para manejar al público a su antojo, haciéndolo corear –eeeo, eeeo– y explotar cuando las luces y las distorsiones de la guitarra de Nick McCarthy también explotan. Franz Ferdinand maneja un show de 220 voltios, puro rock and roll en la cancha. Al final, sobre Outsiders, los cuatro miembros, baquetas en mano, le atacan a la batería como en una pieza de stomp demente. Se merecen la ovación.

RES07Al escenario llamado Industrie, intermedio en tamaño y en potencia de sonido entre el principal y el de la Cascade, el decorado del entorno le da un garbo ceremonial: hay estatuas renacentistas y una pileta majestuosa con caídas de agua que alguna vez sirvieron para el disfrute de los reyes. Sobre la tarima, Hanni El Khatib, con sus tatuajes californianos y su penacho rockabilly, pone el contraste sin saberlo. Su ascendencia palestina y filipina le han dado buena prensa, así como la buena recepción de su reciente disco Head and the dirt, producido por Dan Auerbach de los Black Keys: carrasposo y denso, puro rock and roll y garage. El Khatib está en el epicentro de lo movida. Sus canciones se usan en publicidades de grandes empresas y antes de dedicarse por entero a la música era el director artístico de HUF, marca de ropa venerada por skaters. En vivo, sin embargo, donde se da la cara, su sonido es pequeño, su guitarra, su voz y su banda suenan genéricas, anodinas. La música no supera la propaganda. La buena actitud no parece suficiente.

El cierre. Llevando al extremo su alemanismo, Paul Kalkbrenner empieza antes de la hora señalada. En el escenario principal hay 20 mil personas con el ánimo agotado. El Dj tiene el beat seguro, pero es siempre el mismo: 125 bpm (+-) en un tecno sin mayores sorpresas. En las pantallas hay cohetes, lluvia de estrellas, una galaxia de luces pixeladas, pero será quizás la hora de la noche o que la gente está sobria, pero la fiesta no cuaja. El espíritu de Berlin calling no emociona en París. Paul Kalkbrenner, sin embargo, camiseta del Bayern Munich con el 10 y su apellido en la espalda, está hecho una fiesta.

La primera jornada del Rock en Seine 2013 termina sin convencer del todo, pero la locación, las comodidades del festival y la vibra veraniega que se goza hacen que el desenlace se sienta bien. La gente camina con orden y disciplina hacia el tren. Parece que saliera del teatro.

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