Aquí no hay nada más que gente descocida. En este pueblo de 263 páginas, llamado Knockemstiff (Ohio), no existen paisajes breathtaking, comida repetible, ruinas fotogénicas o balnearios milagrosos.
No.
La única atracción de esta hondonada, lejana-minúscula-podrida, son sus freaks.
La rareza de ellos y ellas —del violador huérfano, los hermanos incestuosos, la puta adicta a las barritas de pescado, el veterano de guerra racista (y más)—, está en que son muy, demasiado, humanos. Ya no encuentran mentiras que los vistan, vicios que los arrullen, ilusiones que los rescaten. Están solos, golpeados, sin posibilidad de controlar, al menos, sus esfínteres. Todos quieren largarse de Knockemstiff, pero, cuando lo intentan, fracasan con violencia.
Ok, no pueden escapar de allí y tampoco, maldita suerte la suya, son capaces de huir de sí mismos. El terror, entonces, aparece en este trigal donde tragan más de tres tristes tigres:
1) Un padre encuentra a su hijo adolescente masturbándose con la muñeca favorita de su hermana menor, y el chico, enojado, abandona su casa caminando por la carretera hasta que un camión, conducido por un gordo lascivo, se detiene y lo lleva hacia un sitio, en apariencia, más seguro.
2) Otro par de muchachos hacen un viaje inspirados por el libro Rojos, engullen anfetaminas como tic tacs y para continuar la ruta, sobrevivir y comprar más droga, se dejan lamer los genitales por calvos desconocidos.
3) Una mujer, casada con un tipo al cual la lluvia vuelve loco, acompaña a su tía los domingos por la noche a que atrape hombres solos, fáciles de anestesiar, para que ella calme su ansiedad sexual.
¡Oh sí! El infierno es grande y es mejor ir acompañado de alguien que lo conozca perfectamente.
El grandioso Donald Ray Pollock les tiende la mano.