Por: Antonio Villarruel
Jack White
Pepsi Onstage, Porto Alegre
24 de marzo de 2015
Una de las más felices iniciativas que las ciudades latinoamericanas con mayor escena musical brindan a los artistas que en ellas recalan es la de ofrecerles recintos medianos, que no sobrepasan las diez mil personas y escapan del almibarado rock de estadio o del ambiente masivo del clásico festival de primavera o verano europeo o norteamericano. Hay en ellos un mayor grado de intimidad, el sonido es exponencialmente mejor, el interés por los artistas que tocan en estos espacios escapa del consumo desaforado de las carteleras con mil nombres de músicos que tocan para todos y nadie simultáneamente, y a los que es imposible escuchar u observar entre mareas humanas.
A Jack White le tocó la suerte de presentarse en uno de estos espacios, en la ciudad de Porto Alegre, penúltima parada antes de regresar a encabezar Coachella, durante dos fines de semana, en pleno desierto californiano. Pese a haber recorrido un buen trecho por medio continente latinoamericano, White no dio muestras de cansancio. Aunque quizá sería mejor escribir que sus ingenieros de sonido no permitieron que, si esto realmente ocurría, se vislumbrara algún momento. Era tal la estridencia del Pepsi Onstage que la gente sentía que el suelo de concreto se trizaba o bailaba su propia melodía y luego volvía a su lugar.
Jack White desde sus inicios no solistas siempre fue la mejor síntesis de un rocanrol guitarrero de Led Zeppelin y, mejor aún, de la tradición musical del sur de los Estados Unidos. Como Uncle Tupelo, Counting Crows o Wilco, pareció haber desarrollado un extraño modo de absorción del guitarreo inglés y sus virtudes y de la cadencia de cabaret que fundía el country y la herencia bluesera de los campos de algodón. Sus mejores discos, como Blunderbuss, dan muestra de esto, y aunque por instantes no reniegan del estribillo pop, no se dejan inquietar por el formato facilón y buscan que los instrumentos y las letras de melancolía, asedio y hartazgo hagan su propia ruta.
Por supuesto, el resultado es casi siempre feliz y afirma lo que cree medio mundo: que White es de lo mejor que le ha pasado al rock en las últimas dos décadas y que, como productor, cantante (sí, tiene una excelente voz) o guitarrista está fuera del alcance de casi todo lo que le rodea. Hasta que exagera y deja de contenerse.
Lo que ocurrió el martes veinticuatro de marzo en Porto Alegre es la muestra de que no es suficiente tener quintales de virtud y unas pedaleras retro para lograr una presentación memorable. Al guión más que predecible del que no escapaban los solos de White, se sumó un bullicio que en cinco minutos transformaba todo el galpón en una sola sordina. Esto no es nuevo en White, y sus devaneos con la distorsión de las guitarras están presentes en toda su música. Lo que sí sucede es que están convenientemente dosificados y resultan, junto con los silencios y el piano, el violín, el banjo y la batería, en un nuevo ingreso a la tradición rocanrolera. Si todo lo anterior se borra y lo que permanece es la guitarra y su vibración, las otras armas dejan de participar en la interpretación. Y White no hace trash. Hace rocanrol y en sus mejores momentos un blues picaresco.
La complicidad que tiene White con sus músicos parece estar enraizada solamente con su baterista, pero no con su memorable tecladista, su bajista, ni su violinista que, cuando se dejaba oír, cantaba con una voz dulcísima y lo complementaba en el teclado. Las más de las veces tocaba aparentemente feliz un violín que en medio del bullicio no se escuchaba en absoluto. Esto sucedió con canciones como “Temporary Ground” o “Love Interruption”, que perdieron su aire sureño y ganaron ruido y saturación. Ni hablar de “Steady As She Goes” o “Broken Boy Soldier”, cargadas de guitarras en sus versiones originales, que sonaban como fugas hacia el éxtasis de un niño al que le acaban de regalar una guitarra nueva.
“Seven Nation Army”, una de las más prescindibles canciones de White, contó con el coro de al menos la mitad de las personas del Pepsi Onstage, y fue retrabajada de modo convincente y sentido. Por lo menos eso como consuelo hasta que remita el zumbido de los decibeles que bombardearon los oídos.