agosto 26, 2020

Maldita sea, es dos mil veinte

Inicio 9 Opinión 9 Maldita sea, es dos mil veinte

¿Cómo se es influyente en el circuito alternativo de los últimos años?
La coyuntura nos hace importantes y el ser importantes: indispensables.

Texto y foto: Adrián Gusqui 

Idioma, coyuntura o talento. Estar de moda es un símbolo de éxito en nuestra música, historia y forma de ser.

El circuito alternativo -que, en realidad, podríamos aceptar y llamarlo ‘pop ecuatoriano’- vive con la alerta constante de su desaparición. A pesar de que en él se estructuran dinámicas que sí importan y no desaparecen. Sucesos que replican viejas-buenas (o malas) costumbres del mainstream que, a largo plazo, le dan sentido a la identidad musical de una época.

Hace cinco años Felipe Lizarzaburu, en una entrevista de Indie Hoy, decía que “sólo falta tiempo” para las bandas ecuatorianas.

Para muchos fue inevitable recibir esa imagen particular de un rubio castaño en 2015, que se casó en ese entonces con el término: “dos mil maldita sea quince”. Un eufemismo particular que describió el surgimiento mediático de La Máquina Camaleón en Quito, el nuevo boom de lo alternativo en las ciudades principales del país y el surgimiento en masa de bandas, festivales; y la presencia constante del internet como archivero de este fenómeno musical, en nuevos blogs y nuevos medios.

Fue un fenómeno innovador y criticable. ¿Quiénes eran ‘estos’ que salían en Radio COCOA con videoclips en blanco y negro, con estéticas que parecían un trance? O como le decíamos: trip. Justo en el éxito etimológico del anglicismo, que describía la esencia de este estilo, que vivió una gran etapa de rock y protesta en el pasado.

El boom del “dos mil maldita sea quince” que propuso el vocalista de La Máquina Camaleón (MC), Felipe Lizarzaburu, describió el momento en que Ecuador se encontraba. Determinó a un sentir patrio donde la adolescencia ecuatoriana todavía no reconocía con fuerza y responsabilidad los problemas políticos, sociales y económicos del país, porque estos no pasaban con regularidad. El 30-S había sido en 2010 y no había mucho por que salir a marchar. La MC había entrado en la coyuntura mundial en que el Currents de Tame Impala o el Salad Days de Mac DeMarco -discos cumbre en el género indie- se extendieron deprisa en los torrentes sudamericanos, que buscaban estas mismas sensaciones traducidas en proyectos nacionales.

Y entró La Máquina Camaleón, que aprovechó una coyuntura relajada, asociando a los principios de su vocalista, que recomendaba ‘tripear’, “porque sin trip no hay paraíso”, decía en la prensa; o que trataba al proceso de composición como un espacio de amor y paz, creando un perfecto manual de un hippie ecuatoriano en el siglo XXI. Con este performance, ‘El camaleón’ creó un idioma entre sus seguidores, el producto de valor por el cual esta banda iba a ser recordada.

Esto se validó después de que centenares de bandas replicaron el iridiscente feeling del ‘trip’, la venta loca de los ponchos, porque representaban -más ácidos o marihuana- la unión con una zona de la tierra o el universo. El fenómeno provocó que las ideas ilógicas tomen sentido porque conocíamos a los representantes de ellas y eran cercanos a nosotros.

¡Oigan, teníamos un Woodstock en el Verano de las Artes Quito!

Todo ese ambiente fue rompiéndose cuando esta réplica de estilo se fue atascando hasta caer en el ridículo, que no cargó con la responsabilidad de la banda, sino con la realidad del país, que pedía una cultura más responsable con la realidad. Y es que, a las bandas que nacieron con La Máquina Camaleón, ya no les seguían en masa las personas que podían pagar $8 para sus conciertos en venues alternativos.

La realidad social que enfrentaba su fama se fue transformando con ellos, pero los sucesos sociales que pasaban en el país inhibían el verdadero poder comunicacional de bandas que sólo nos pedían ‘tripear’.

Como cualquier proyecto artístico, los artistas que crecieron en ese boom debían evolucionar para mantenerse. La evolución del arte en un país convulsionado suele ser una oportunidad de oro para marcar un hito. El terremoto del 2016, la salida de Rafael Correa de la presidencia, el regreso de Abdalá Bucaram a Ecuador, el ‘reinado’ de Nebot en Guayaquil, el aborto como ley, el #MeToo, el paro del 2019 o la pandemia. Pasaron tantas cosas para modificar el arte.

Uno de estos casos fue la reinvención del discurso de ciertas bandas ecuatorianas como Lolabúm.

En ambos casos, con La Máquina Camaleón y Lolabúm, el crear un idioma y aprovechar la coyuntura se convirtió en la gota que derramó el vaso para representar una etapa de la música independiente ecuatoriana. Lo que pasaba con el ejemplo de Lolabúm fue una búsqueda coherente con las nuevas necesidades del arte en el país y la búsqueda imperiosa de una voz crítica en los escenarios.

A raíz de este nuevo boom, el hype había cambiado de bandas que “quieren tripear” a las que “quieren putear”. Habíamos regresado a las épocas de Promesas Temporales y Sal y Mileto, bandas que han sido recordadas por su coherencia con sus tiempos. ¿Por qué creen que estas bandas son escuchadas con más fuerza en la actualidad y algunas hasta vuelven?

La coyuntura no obligó pero sí recomendó que la música actual del país sea más política con sus mensajes y dio la oportunidad que otros públicos valoren a estas bandas.

Obviar la coyuntura también es un camino, pero suena difícil que sin la coherencia pertinente con la situación del contexto en el que una nueva banda se desarrolla, dure más de seis meses en la fama de Instagram.

Los medios de comunicación arreglan sus agendas ajustados a la coyuntura, los seguidores buscan líderes externos en el arte cuando no los encuentra en la política o la educación. La empatía es una estrategia responsable para marcar hitos, archivo e interés. Cuesta creer que al circuito alternativo se lo deba llamar pop, porque no resulta coherente hacer música sólo como ocio, al menos no mientras nuestra realidad nacional esté del carajo.

Pero hacerla no es un pecado, seguramente hoy pegue… ¿y mañana?

Pin It on Pinterest