Mugre Sur celebró en el Teatro Sucre dos décadas de rap cara a cara con su gente, en un concierto que ni el coronavirus evitó ‘mugresuréarte’.
Texto y fotos: Adrián Gusqui
Que soplemos dice El Disfraz, que si se puede silbemos. Apuesto a que es imposible hacerlo con la mascarilla puesta; cinco segundos más tarde se escucha en todo el teatro una armonía común de silbidos. «Así como venimos nos vamos”, grita el rapero, impulsor del ‘raprendisaje’, un término creado para explicar el acomodo lingüístico de frases tan nuestras, del “sube arriba”, “entra adentro” o “baja abajo”, que le funcionan para ser el guía de más de dos décadas del rap quiteño. Esto concluye en un concierto nocturno con toda su gente del Sur y el Norte en un teatro del Centro, para festejar los 20 años en vida de Mugre Sur, uniendo polos como nudos.
“Yo soy un adolescente crónico”, me dice Paúl Moposita -el verdadero nombre de El Disfraz– en una entrevista por Zoom un día antes del concierto. Lo noto emocionado, soltando una risa de adrenalina cuando explica los planes del siguiente día. Cuando está en las vísperas de un concierto siente algo particular, “es miedo con nervios, adrenalina y alegría; es un encuentro de sensaciones que cuando subo al escenario se desvanece”, me dice. Una mezcla de temores que lo acompañan desde 1995, cuando se subió por primera vez a un escenario a rapear.
“Era la fiesta de una amiga que cumplía años y nosotros (él y sus amigos de ese entonces) ya estábamos enganchados en el hip-hop, con la ropa y toda la onda. Ella nos dijo ‘¿por qué no me cantan algo en mi cumpleaños? Sería bacán’ y pues nos vimos y le dijimos que vamos a hacer una letra para ese día y estábamos ahuevadísimos”.
Me cuenta que el mismo miedo de ese día lo tendrá mañana. Que no importa el número de personas que lo vean, esa sensación no se va. Aun así, es su costumbre, que 20 años después viene con pandemia incluida.
Para entrar al Teatro Sucre es importante explicar lo que hay alrededor, el pasado y cómo esto se confabula con la tinta de Mugre Sur. Su plaza fue hace más de un año la excusa de la represión policial en el paro de octubre, un espacio volcado a la destrucción y las bombas lacrimógenas, que reunía a curiosos y abanderados que intentaron llegar a Carondelet por más de una semana. En “paz” este lugar concentra un nexo entre una calle apretada, que comparte velocidad con el trolebús y la venta informal a pocos metros de la Calle Esmeraldas, famosa por ser un foco de trabajadoras/es sexuales en el centro de Quito.
Es una parte de la ciudad que explica canciones como Asnos Caso o El Disfraz, hits de la banda quiteña. Son poemas incómodos imposibles de no escuchar, hecho que, según El Disfraz, expresan el cambio de historias que quieren contar, al dejar de lado el ‘egotrip’ (hablar de uno mismo) y apostarle a historias ajenas.
Entrar al teatro es invitarse a uno mismo a confundirse. La distancia entre asientos es extraña para quienes viven su primer concierto pandémico. El escenario se cubre de una pintura en un telón, que funciona como distractor para quienes no saben llegar a su butaca. Hay una soledad declarada si vas solo, que se dispara cuando la tercera llamada se escucha. Las luces se apagan y todos entran apurados. El concierto lo abre Sarta y el Centro Cultural Nayón, con una dedicatoria a María Rivadeneira, la madre de uno de los integrantes del colectivo. La combinación de danza andina y break dance describen a esta apertura, que se debate entre el riesgo y algunos pasos fallidos en la coreografía, compuesta del floor work de dos personas en la parte delantera del escenario, mientras a sus espaldas un conjunto de mujeres y más hombres realizan un baile que se sintetiza en un hipnotismo ancestral.
El grito de “¡nuestro territorio sigue en guerra por las petroleras!” se escucha con bastante aire en el teatro. La puerta está abierta para Mugre Sur.
“Cállense”, grita discretamente una voz tras el telón. Las voces entre conocidos se apoderan del cuchicheo en la platea, como el salón de curso en el colegio. Hay risas y pronto gritos. Se escucha el himno nacional del Ecuador y no sabemos si levantarnos. ¿Esto es un juego o la ceremonia lo exige? El himno pasa a segundo plano cuando este se remixea con un beat contagioso. Se sube el telón, aparece El Disfraz, la gente se emociona y él empieza a saludar a todas las ciudades del país mientras un beat recorre los bajos de todo el teatro.
“Hoy he venido con mi niño interior”, grita Moposita, “¡Esto es Mugre Sur!”. El quiteño aparece disfrazado de calavera porque, según él, “la calavera ñata es el símbolo universal, nadie se salva de ella”, a eso le suma una televisión de cartón en su cabeza, conocida como Señor TV, que resume la relación virtual con su hijo que vive en España. Atrás se instala el Globo Ocular, un personaje que hace de Dj y pretende asumir la vigía de todos en el lugar. La alineación rompe espacios y la cercanía con el público se vuelve más cómoda.
Con la canción homónima a su personaje (El Disfraz), el rapero recibe una sábana de un tigre, como una capa de rey o superhéroe. Es fiel a lo que rapea al instante, “desnudos nacemos, disfrazamos nos vemos, encajemos o no, así nomás”. Su desnudez concluye en otro disfraz de tela que simula nuestros músculos. Después, se pone una corona y la naturaleza del espectáculo se vuelve más íntima.
“Ponle play”, grita apurado Paúl, quien no quiere intervalos tan largos. El Globo Ocular hace lo que puede, a veces no entra la señal y otras no hay problemas. Se siente una vulnerabilidad extraña en el show, como si cualquier error no fuera fulminante. Al final y todo el público parece amigo de ellos, aunque este todavía se debate entre la timidez de su butaca pandémica y las cosquillas en las piernas por acercarse al escenario.
Por el momento todos mueven su cabeza de lado a lado, con una mascarilla que se cae por el movimiento equívoco y queda a la altura de la boca con la nariz destapada. Algunos se la han quitado y gritan con sus mochilas en la espalda. No se la quitan. La seguridad no se confía. Otros ya usan su mano para ir de arriba a abajo y expresar el beat en alguna parte de su cuerpo. Hay una desesperación contenida en los más fanáticos, que se diferencian de quienes documentan el concierto con sus historias de Instagram.
El primer acto sale bien. “Muchos dicen que no va a haber concierto, yo les digo anda a ver, sí hay”, me confiesa el rapero un día antes del show. La razón es que los contrastes eran tan fuertes, que imaginar a una agrupación de rap ecuatoriano en un teatro no convencía al público de Mugre Sur, por dicho motivo la difusión del evento se pactó con muchas semanas de anterioridad.
El conejo Kamal entra con una guitarra eléctrica negra, su paso es instantáneo, pero volverá más tarde. El silencio recorre el intervalo, en el que el rapero propone un minuto de silencio por los caídos en la pandemia, el cual termina siendo de cinco, que servirán para ultimar detalles del siguiente acto.
Desde el público llega un trofeo para el rapero. “Nos llaman mugres porque no estamos de acuerdo con las políticas de embellecer la ciudad”, grita. Los samples de rockolas que componen varias de las canciones de Mugre Sur emocionan a sus seguidores, es como un ritual que saben que vivirán con sólo un segundo de canción reproducido. Que saquemos el dedo, nos pide el rapero. Lo sacan, lo festejan y el calor ya es inevitable. La mascarilla y la pandemia son un olvido mutuo. Si bien la mayoría lo respeta, a otros les vale más disfrutar a Mugre Sur con la boca prendida y las letras a un alto volumen.
El silencio vuelve y se estrena un video que funciona como especial de los 20 años de la banda quiteña. La emoción es intensa, es un microdocumental que le sigue un feliz cumpleaños desde la guitarra del conejo Kamal, con una influencia rock tan directa que conecta con el pasado de Moposita. De pensar en la afición de su padre con los vinilos y la pareja estadounidense de Paúl que le traía casetes de rap de Norteamérica. Kamal destroza esta separación de géneros y le da al teatro un toque de rap y rock en conjunto, con El Disfraz sentado en un inodoro mientras rapea. Al acabar saca la lengua, está cansado. Media vida en la música le da la razón.
A los 14 años dejó los estudios. Él siempre supo que lo suyo era la música y, aunque tiene una familia numerosa, abandonar todo le es difícil. Ha unido al sur con el norte desde pequeño, con programas de radio o conexiones directas, detalles que lo han juntado con varias personas a lo largo de su vida. Para este entonces del concierto entra el rapero quiteño Changaro, con una niña que parece ser su hija.
José, que es su nombre de pila, se junta a Moposita. Es como ver a dos padres de familia que recuerdan su adolescencia crónica por un momento. Al final el invitado toma la batuta y llena otro intervalo con freestyle, va por su hija y la abraza. Vuelve a camerinos y entra El Disfraz otra vez. Chicho & Zela son los siguientes invitados, que ya casi cierran este concierto. El público ha perdido el orden, es imposible, las colaboraciones no respetan los nervios templados en estas dos horas de celebración.
Llega Asnos Caso y para ese entonces estoy tras el escenario, con bailarines, curiosos y parte del crew de Mugre Sur, tal vez hasta fans, porque antes de ir a esa parte del recinto dos personas nos preguntan cómo llegar allí; la mayoría de ellos crean un ambiente donde la pandemia no existe, las mascarillas están de más. Entre estas rutas está El Disfraz, que camina apurado de este a oeste por bastidores, su mirada se centra en el piso y va a gran velocidad. La intensidad acumulada no es comprensible. Sale al escenario y todos en el teatro corean la canción más sonada de la banda. Es como un himno para quienes reconocen en que parte poética de la ciudad están disfrutando el concierto. Ahora es imposible que todos estén sentados. La obra exige que todos se acerquen al escenario y se reúnan en una distancia peligrosa pero necesaria. Unos se bajan la mascarilla y otros se golpean por la fuerza con la que está terminando el concierto. Pero lo mejor estaba por venir. El espectáculo lo cierra Conexión Sur, con B.D.C & Distrito Q. Se crea un pequeño mosh en platea, los saltos se ven, sienten y escuchan. “¡Somos del Sur!”, es la excusa lírica para que los asistentes sientan “la conexión total”.
Aunque el peligro es obvio, es imposible concebir al rap con lejanía humana. En las lunetas y palcos también se levanta gente a oscuras. El éxtasis descubre a todos y al fin pueden sentir que han pasado 20 años y que muchos nacieron cuando este colectivo ya existía o crecieron con él y sus letras cabreadas. Esta última canción funge de regalo para quienes se conectaron a través de los años con Mugre Sur, gente de La Magdalena, 5 de Junio, La Mariscal, El Pintado, La Quito Sur, El Calzado, de barrios del sur de la ciudad, que esta noche serán los destinos de la gran mayoría de asistentes después del concierto.
“¿Qué crees que tenga tu música para que quien la escucha se siente tan conectada?”, le pregunto a Paúl. Piensa un poco porque la respuesta es obvia pero a veces no es la solución, responde: “Es vivir en ese presente. Es subirte a un trolebús en mediodía, ir en una ecovía al Norte con esa gente que viene camellando y cabreada a full. Es lo que aprendes del cotidiano. Escribimos nuestra cotidianidad en esta lacrimógena ciudad”.
Piden otra, pero no hay. El público sale y se reencuentra con una plaza nocturna. El recreo se acabó. Hay que vivir de nuevo la ciudad. Algunos aprovechan que se encuentran a pocos metros con sus ídolos. Piden fotos y conversan con ellos. Hay familias completas y grupos de amigos que compran merch en la salida, seguros del disco que saldrá en 2021. Muchos ríen de emoción porque, quizá, es la primera vez que viven el rap en un teatro, sin la distinción social que suponen las localidades, con una unión intensa que por hoy es prohibida, pero mugresurearte lo permite. Esas personas que hoy se concentran aquí después volverán a sus casas, sin creer que su banda de rap ya les lleva dos décadas de compañía, con una vida en la que su única vitamina fue y será la rima.