El escritor Andrés Cadena (Quito, 1983), ganador del Premio Miguel Donoso Pareja, reseña el EP «Turuku«, un encuentro musical entre Wañukta Tonic y Humapazas.
Por: Andrés Cadena
Coplas a Turuku
Un festejo sobre la llanura andina se desenvuelve con el trinar de fibras vegetales, a donde llega con su propia vibra un alma afrobeat, y lo que sigue es una crónica de la fiesta resultante: baile de dos sentires que abrazan la complementariedad de un mundo doloroso pero también gozable. El español y el quichua conviven en el acotado decir de las coplas para convertirse en una textura que deja sentir la materialidad instrumental de los lenguajes al combinarse. El contrapunto de la voz solista y el coro le otorga cuerpo comunal a la celebración, y también le dota de matices para encontrar el llanto alegre de la experiencia. El corazón de todo, que habla directamente el idioma del cuerpo, es un bajo tan expresivo como generoso, que permite participar al resto en una misma atmósfera sentimental. Allí, con su secuenciada puntualidad, las suma de las cuerdas fluye como dichosas lágrimas. De pronto, en un oasis espacial, la guitarra eléctrica produce un remanso en donde se puede, en medio de todo, estar en soledad; crece acogiendo una multivocidad que susurra el mismo tema, y responde así a esa soledad participando de ella solidariamente. La expresión festiva acompaña este avance que luego detiene su paso, como haciendo un alto para sentir el paisaje —hasta entender que lo llevamos por dentro—, y enseguida retoma el festejo, núcleo vital de la cita. Se van sumando instrumentos, se aprieta la percusión, todos participan desde su propio ámbito expresivo, aportando a una totalidad de vivencias simultáneas. La plasticidad de los violines cerca del final permite un reingreso y un nuevo lugar para que los otros instrumentos se explayen y se unan… El canto final en solitario del arpa es como un último recorrido sobre la luz tierna de las cosas, como si se rozara delicadamente un mundo renovado, que titila con dulzura a nuestro alrededor: la fiesta ha atravesado el cuerpo y allí queda, con sutileza, la huella vibrátil de lo que se ha bailado y que ahora es ya parte de nosotros.
Pandémi-K
Por el perfil cordillerano, sube y baja la texturada honestidad del viento andino, en un paisaje emocional que además sugiere lluvia. Pero el ánimo central enseguida, tras unos tambores que nos franquean el ingreso, es un reggae que ha venido a compartir los matices de su dolor. La voz alarga su fraseo lo suficiente como para que escuchemos con claridad su lamento, mientras el arpa recoge esa melancolía e invita a una voz comunal que desde el coro dimensiona la masividad de la triste historia del confinamiento: «se marchitaron los abrazos / sin poder nacer». Las reverberaciones eléctricas de la guitarra retratan parte del viaje sentimental con que se ha llegado hasta este paraje andino: abren espacios sonoros circulares, como charcos de esa lluvia antes sugerida, en donde la voz humana reclama dolida un derecho a contar historias, a atender a otras voces crecientes que se le van uniendo: ahí, en el tenderse hacia la comunidad, está el origen de la resistencia. «El ruido me hace mal», y la canción demuestra que la vía es la armonización de las diferencias: entrar en sintonía con quienes nos rodean y con la diversa materialidad del mundo, que no puede resumirse en la falsa oposición enfermedad-cura. Atraviesa ante nosotros un pajarito azul cuyo vuelo cercena el momento —nos conduce a la amplitud de su cielo hecha voz— y así metaforiza la oportunidad de liberarnos; por un lapso de hermosos, abismales segundos, sobrevolamos viendo florecer, a su ritmo, la mineralidad añosa de las montañas: algo siempre estuvo ahí, hablándonos. El coro nos hace partícipes de una marcha que en su paso va a seguir sumando, recogiendo voluntades para esa expresión plural cuyos tonos más altos nos sugieren una presencia femenina, fuerte y a la vez sensible: quizás, el murmullo sabio de la Pachamama. La música parece acabarse en cierto momento, pero sentimos cómo algo sigue marcándonos un rítmico paso interior, continúa sobre el silencio al que hemos sido abocados (no disolviéndolo sino acompañándolo); es un latido con significado preciso: sin haberlo notado, hemos estado participando ya, desde hace un tiempo y pese a todo, en la marcha, esa expresión amplia de la vida en colectividad.