Texto: Darío Granja
Un festival entre festivales. En medio de una abarrotada oferta de encuentros musicales que nacen, se reproducen y mueren. ¿Qué hace único a un evento en Bogotá que reúne los sonidos iberoamericanos de las últimas décadas?
Cada día surge un nuevo festival. Es una tendencia que ocurre a nivel mundial. Este tipo de eventos se convirtieron en el nuevo estándar para experimentar la música en vivo. En España, un país que lidera la oferta de festivales de música, este fenómeno ha alcanzado una cifra récord de 900 encuentros al año. En este contexto, en medio de una lluvia de notificaciones sobre nuevas ediciones de festivales locales y regionales, y a más de una semana de lo que fue la tercera edición del Cordillera, es necesario reflexionar sobre la importancia real y simbólica de este evento.
Pocos eventos musicales emergen con una impronta tan definida como este festival bogotano que celebró su primera edición en 2022. Desde sus inicios, el Cordillera supo capitalizar la nostalgia de quienes vivieron los noventas con MTV Latino en sus pantallas y el “rock en tu idioma” de bandas como Caifanes y Los Prisioneros en sus radios. Su edición debut fue una oportunidad para viajar al pasado y reconectar con el imaginario de otros festivales que surgieron en esa década y evocaban un espíritu integrador del rock en español, como fueron las primeras ediciones de Rock al Parque o Vive Latino.
El rock alternativo en nuestro idioma, como señala el productor Gustavo Santaolalla en la serie documental “Rompan todo”, se alimenta del contexto sociopolítico y cultural que han vivido nuestros países. En ese sentido al hablar del rock de estas latitudes, no solo se trata de ese sonido mestizo que se alimenta tanto de The Beatles como de José Alfredo Jiménez o Simón Díaz, sino también se traduce en los lazos que nos unen, las historias urbanas contadas a través de las canciones que dialogan con momentos históricos en Latinoamérica, algunos alegres, otros tantos traumáticos. Su popularidad en décadas pasadas no fue un fenómeno comercial aislado, sino un resultado natural de sincretismo cultural que nos ayudó a definirnos como rockeros sudamericanos contemporáneos.
Sin embargo, como es natural, aquella música que definió los gustos de muchos jóvenes durante los ochentas y noventas, con el pasar del tiempo fue quedando relegada a un segundo plano, tanto en festivales como en los audífonos de las nuevas generaciones. Al revisar las listas de las canciones más escuchadas en las plataformas de streaming, es evidente que el rock y el pop latino han perdido fuerza. Este fenómeno también se refleja en los carteles de los grandes festivales regionales. Con la llegada de Lollapalooza en Chile y Argentina, así como el Estéreo Picnic en Colombia, miles de latinoamericanos hemos sido testigos de cómo las grandes figuras del pop mundial han ido ocupando los puestos estelares de estos eventos. Mientras tanto, las bandas de América Latina, incluso las más legendarias, han quedado relegadas a horarios menos favorables y espacios secundarios en las programaciones de estos festivales de impacto regional.
En este contexto, el Festival Cordillera desde su origen representó una alteración a un camino ya trazado. Un retroceso hacia el pasado que generó tanto sospechas como expectativas. La incertidumbre surgió porque, tras su primera edición, parecía que no quedaba más territorio por explorar. De hecho, cuando se anunció su segunda edición, miles de personas en redes sociales se preguntaban qué otros artistas participarán en los próximos años. Muchos dudaban de la continuidad de un evento que, aparentemente, había jugado todas sus cartas en su primera entrega. Superar el impacto de su edición debut, que incluyó a bandas y artistas que definieron una época, como Café Tacvba, Aterciopelados, Caifanes, Zoé o Maná, parecía una tarea imposible de replicar. Además, era evidente que quedaban pocas leyendas activas del rock latino por invitar.
Sin embargo, en la segunda y tercera edición del Cordillera, Páramo, empresa responsable de este evento, logró un acierto tanto a nivel comercial como emocional al ampliar el espectro de géneros musicales y el incluir bandas contemporáneas que, de alguna manera, dialogan con la música latinoamericana del pasado. Así el Cordillera ha pasado de convertirse en un festival de la nostalgia, a un evento que conecta a diversas generaciones, donde se aplica la idea de que “la música es el puente, donde siendo distintos, nos podemos encontrar”, como señala La Maldita Vecindad.
La reciente edición del festival logró convocar a un máximo histórico de 75.000 personas y se destacó como un ejemplo perfecto para comprender la diversidad musical y estética que abarca lo latino. Un claro referente fue el concierto de Juan Luis Guerra, el artista principal de la primera jornada. El cantautor dominicano, acompañado de su banda 4.40, ofreció un repertorio extenso y atemporal que permitió explorar la magnitud de su universo musical. Guerra ha llevado el merengue y la bachata a nuevas fronteras y, sin duda, forma parte de la educación sentimental de todo un continente.
En esta edición, también brillaron figuras como Miranda!, Instituto Mexicano del Sonido o Kinky, quienes han marcado el pulso de la vanguardia pop en nuestro idioma. De igual forma, se presentaron propuestas que, desde su honestidad artística, conectan con nuestro presente, como Simon Grossmann, Zoe Gotusso o Lalo Cortés. Y como si fuera poco, la legendaria Omara Portuondo, voz icónica de la música cubana, a sus 93 años, elevó su canto en el escenario y emocionó hasta las lágrimas a los espectadores. Su presentación fue simbólica y conmovedora, con el sabor de un adiós, pero que al mismo tiempo otorga coherencia a un festival que resuena como un evento familiar, donde nuestros abuelos y abuelas tienen que estar presente para entender que somos el resultado de un legado.
Con tres ediciones a sus espaldas, el Cordillera ha evolucionado de ser una promesa a ser considerado en uno de los festivales insignia de Bogotá, la gran metrópoli musical de Sudamérica. A diferencia de años anteriores, hoy es evidente que podemos creer, sin tanto escepticismo, en el futuro de este festival que, como ningún otro, reúne grandes himnos latinos que resuenan en su público a lo largo de sus dos jornadas diarias. Sin embargo, todavía hay retos y asuntos pendientes que debe afrontar. Algunos de ellos, lo comparten con otros festivales, como por ejemplo que cada vez existen menos artistas cabeza de cartel con la capacidad de convocar a una gran audiencia. También, si se habla de un festival que integra a toda la región, es importante incorporar bandas de países que han estado ausentes en sus anteriores ediciones. Ecuador, es un caso particular, ya que es el país de donde proviene el mayor grupo de extranjeros que visitan el Cordillera. Con certeza, incorporar en la programación del festival a una banda ecuatoriana es un paso importante para afianzar esta conexión cultural entre ambos países, así como ser consecuente con el público que lo visita.
He estado presente en las tres ediciones del Cordillera y, desde mi perspectiva personal, me atrevo a afirmar que es uno de los mejores festivales a los que he asistido. Quizás no cuente con los grandes nombres que han marcado la historia del pop mundial o es el mejor a nivel infraestructura, pero sí tiene a los artistas que han dejado una huella en mi historia personal y en la de mis amigos y hermanos. Es un evento emocionalmente cercano para quienes asisten, donde las premisas de que el idioma importa y que se ama lo que se conoce son pilares fundamentales que enriquecen esta experiencia. En este sentido, el Festival Cordillera evoca recuerdos que actúan como hilos emocionales que nos conectan. En muchos aspectos, se percibe como un tributo a nuestra herencia, donde se celebra la alegría del presente mientras se rinde homenaje al pasado.