Texto: @darioxgranja / Fotos: Francisco Baquerizo
Los comentarios no se hicieron esperar. El 26 de junio, segundos después de publicar una fotografía de un mosh pit acompañado de las palabras “¡Se viene!” –en alusión a la confirmación de la edición 2015 del Quitofest– el público no tardó en reaccionar en el Facebook del festival. Unos sugerían bandas, pedían que se haga en Cuenca, reclamaban a la organización menos argolla y mejores invitados internacionales. Otros criticaban a “Cabeza de canguil”, alcalde de la capital o añoraban ediciones anteriores. Los insultos no faltaron, la alegría tampoco.
El festival que desde el 2003 se ha realizado de manera ininterrumpida en Ecuador genera estas escenas de euforia y conflicto. En cada edición ha sucedido algo similar. Es un festival que despierta pasiones. En una escena musical tan frágil y en desarrollo como la nacional, el Quitofest llena un vacío enorme. En un punto debe cargar con las esperanzas, los deseos; así como las frustraciones y enojos de un movimiento lleno de propuestas, pero carente de espacios de visibilización.
A pesar del enorme rol que tiene el festival dentro de la música independiente capitalina y nacional, su financiamiento no está garantizado. Varios años de cambios políticos e inestabilidad de las instituciones públicas que patrocinan al festival han ocasionado que se interrumpa el normal crecimiento de un evento de carácter masivo y gratuito. En la edición de este año, sin embargo, se sintió una mayor estabilidad, en parte por el apoyo de la alcaldía y la inclusión del festival dentro de las actividades de Verano de Artes Quito (VAQ). En comparación con anteriores años, la edición 2015 fue una versión reducida en términos de días y cantidad de bandas.
El Quitofest 2015 a nivel de organización no registró mayores inconvenientes, las bandas tocaron sin retraso y el evento se realizó con normalidad. El encargado de abrir el festival fue Van Fan Culo, proyecto electrónico de Efraaín Granizo, que se destacó por una amplia ambición escénica que incluyó visuales, invitadas, coreografía y performance. Su música, cada vez más vinculada a la electrónica de baile, sonó saturada, un tanto sucia, parte quizás de su propuesta musical discordante y volátil. Seguido fueron Sexores, una de las bandas de shoegaze más aplaudidas de Iberoamérica. La distancia y timidez –propia del género que practican- no opacó una presentación contundente y sobria, en la que el ruido y la belleza podían perturbar o tranquilizar por igual al espectador. Con un público cada vez más numeroso llegó Mamá soy Demente a presentar su música altamente influenciada por el grunge y el rock alternativo. Con la inclusión de Toño Cepeda (Biorn Borg) en el bajo, los guayaquileños sonaron tan potentes como pudieron. El público lo agradeció.
Ya llegada la tarde, fue el turno de Mundos, el proyecto acústico y gráfico liderado por Roger Icaza y Denisse Santos. La química que existe entre los músicos sobre el escenario, así como los años recorridos sobre la ruta, fueron fundamentales para que la banda brinde un concierto notable, con una enorme seguridad sobre las tablas. Sin duda uno de los mejores momentos de la presente edición. A continuación llegó una banda que está generando un fenómeno importante a seguir y documentar en el país: La Máquina Camaleón. En su relativamente corta carrera ya han despertando una cantidad admirable de seguidores como detractores. Su juventud y actitud desenfadada puede ser objeto fácil para críticas. Su música puede ser catalogada de plana o ligera, pero más allá de todo ese ruido que se genera alrededor de esta agrupación, sus directos son espacios de improvisación y entrega al público. Un gran momento de comunión entre la música y el espectador.
Llegada las 16:00 la icónica banda argentina de reggae, Los Pericos, subieron al escenario en el que quizás fue el punto de mayor convocatoria del festival. Tanto así, que los accesos para ingresar al parque Itchimbia se vieron congestionados y provocaron largas filas de espera. La banda liderada actualmente por Juanchi Baleirón fue sin duda la que mejor sonó de todo el cartel. Sus temas, parte ya del cancionero popular latinoamericano, fueron acogidos por un público tanto metalero como alternativo. El reggae logró la conexión necesaria para dar el punto de quiebre y pasar a sonidos más pesados.
Con un escenario despejado de amplificadores y batería, el digital hardcore de Atari Teenage Riot poco a poco se fue apoderando del espacio. Alec Empire, miembro fundador de la banda fue el encargado de preparar el ambiente para que inicie un show en el que los gritos, la arenga política y los cuerpos en estado de convulsión, de Nic Endo y Rowdy SS, harían vibrar el Itchimbía. La energía que proyectó esta banda fue recibida entre el delirio de un pequeño porcentaje de personas que conocían a la banda y la incertidumbre de una gran mayoría que los escuchaban por primera vez.
Con la noche llegó el momento del metal. Con madurez y nuevo disco bajo el brazo, Colapso realizó su tercera y más destacada presentación en el Quitofest. Entre temas nuevos, mucho más experimentales y aquellas canciones clásicas pertenecientes a sus dos primeras producciones, se desarrolló un concierto potente. El tiempo fue corto, pero suficiente como para demostrar que estábamos ante una de las mejores bandas de metal de nuestro país. Seguido fue turno para el power trío quiteño Muscaria. Luiggy Cordovéz y compañía tuvieron la oportunidad de recorrer parte de su extenso repertorio que incluyó clásicos como ‘Discriminación’ o ‘Afecto Alterado’, así como temas de su nueva producción titulada ‘Tras las líneas enemigas’. El público los apoyó. Muscaria, a pesar de sus altibajos y cambios de alineación, siempre será parte fundamental de nuestra historia.
Después de unos minutos de espera, una bandera gigante con las siglas A.N.I.M.A.L y tres calaveras, anunciaba el reencuentro, luego de más de una década, entre una agrupación y sus seguidores. La banda argentina que marcó un capítulo importante dentro del metal latinoamericano presentó un concierto demoledor, cargado de nostalgia y desenfreno. En un momento se reprodujeron diversos pogos en todo el Itchimbía. El polvo que levantó el público inundaba el aire. Los ojos rojos, la garganta seca y un cuerpo abatido fue el feliz resultado de compartir el regreso del poder latino.
El festival amado y odiado de la capital concluyó una edición más. Mientras el público regresaba a sus casas los comentarios y análisis no se hicieron esperar. Unos añoraban el pasado, otros pensaron en el futuro. De acuerdo a la organización nadie puede dar certezas sobre las próximas ediciones, cada año representa una lucha para levantar fondos. El optimismo no falta, como tampoco las carencias y necesidades de la música independiente ecuatoriana. Mientras escribo esto, veo nuevamente cómo se llenan las redes sociales de comentarios de agradecimiento y desprecio. Sí, definitivamente el Quitofest es más que un simple festival.