Por: Luisa Seif
Dos fueron las cosas que me sucedieron en cuanto entré al Teatro Colsubsidio de la ciudad de Bogotá lista para ver y escuchar la Marathon Masada para la que me venía preparando desde el 2014, cuando supe que sucedería. Lo primero que pasó fue la sensación de que estaba a punto de presenciar algo gigante, una emoción automática y lo segundo fue fijarme en la pulcritud del escenario, parecía de primerazo que había sido armado de manera muy meticulosa. Lo que presenciaría después solo confirmó que estaba en lo cierto.
He admirado a John Zorn profundamente desde que me lo presentó un amigo músico allá por el 2004 y casi simultáneamente pude verlo con él en el emblemático Tonic de Nueva York en su formato de Masada Cuarteto. Desde entonces, he seguido sus composiciones que llegan escasamente al Youtube y que no son precisamente fáciles de conseguir por otro medio.
Gracias a mi trabajo como productora tuve la oportunidad de conocer a este grande en 2012 cuando lo disfrutamos en el mismo formato que había visto ocho años atrás. Para mí, uno de los mejores conciertos que he tenido la oportunidad de producir.
Como era de esperarse, mis expectativas de la Marathon Masada eran las más altas pero definitivamente no estaba preparada para lo que se vino; momentos de emoción y euforia absoluta, de una perfección casi matemática. La manera en la que Zorn armó el repertorio no fue al azar y eso era evidente, los espectadores pasamos de un estado a otro con los distintos formatos y géneros, emocionándonos de diferentes maneras con la delicia de un trío de cuerdas o las voces a capella de Mycala para terminar con un Electric Masada a dos baterías. Una locura.
Cada formato que Zorn no dirigía tenía su propio director «encargado», alguien que yo imaginaba era el niñito de oro de este personaje, puesto ahí por puro mérito y confianza mientras Zorn esperaba en una de las patas del escenario, vigilante, atento, concentrado. Y poco a poco, quienes estábamos encantados con lo que estaba pasando, nos íbamos dando cuenta de cuánto sentido tenía todo: el orden, cada uno de sus formatos, el enfoque de todos los músicos que a veces se adelantaban al deseo del director, causándole una risa de satisfacción.
No creo que exista nadie que componga de la manera que John Zorn lo hace, no se lo puede encasillar en ningún género, su música te puede llevar a ver imágenes de una película inexistente o transportarte a una pista imaginaria de baile en la que todos saltan y se mueven en círculos, extasiados por los gritos potentes de un cantante de rock progresivo.
Mis sentidos jamás habían percibido algo tan profundo y es ahí cuando todo cobra sentido, vale la pena, cuando la vida y la música te transportan a lugares que desconocías de ti porque te mueven fibras que se asemejan a las cuerdas del cello de Erik Friedlander, del violín de Mark Feldman, a las notas absurdas de la pianista Sylvie Courvoisier, a la tremenda conexión entre el baterista Joey Baron y el percusionista Cyro Baptista o a la voz angelical de Sara Serpa y al canto trabajado de Sofia Rei.
Treinta enormes músicos en escena, unos naturalmente virtuosos y otros que han trabajado probablemente cientos de horas para llegar a la perfección. Imposible no salir con una enorme sonrisa, imposible no tararear la música del concierto días después de éste, sacarse las sensaciones provocadas toma tiempo y es mejor así, se siente bien porque encaja perfectamente con la cotidianidad.
Que dure unos días más, que no se vaya aún, quiero seguir sintiendo las cuatro horas que duró. No quiero moverme de ese estado de soundtrack de película. No hace falta cerrar los ojos para sentir porque quieres ver a los músicos, necesitas sentirlos reales, talvez si cierras los ojos desaparezcan y no quieres que desaparezcan. Vivirlo como una alucinación, como un sueño. Es mejor así…